«Acto seguido el sol tomó el mando de la visión. Un sol blanco, de
tamaño mayor al acostumbrado, enseñoreándome del centro del cielo en un
mediodía permanente que transgredía el curso de las horas y negaba las
noches. Así continuó durante días y semanas, decidido a continuar
eternamente. Nadie hacía ademán de marcharse. Nadie ofrecía resistencia.
El sol devoraba a sus víctimas entre un silencio total. No hubo
lamentos ante el incesante goteo de muertes. Los sacrificados morían
disciplinadamente, sin objeción alguna al sacrificio. No se retiraban
tampoco los cadáveres que yacían alrededor de los supervivientes. El
solo se agrandaba cada vez más, amenazando con cubrir el cielo entero,
mientras su calor, como fuego lechoso, secaba la vida.
La idea, todavía visual, trasladó a Víctor a otros escenarios y, como en
un carrusel, divisó un vértigo de sacrificios. Animales anfibios para
los que no tenía nombre que iban a morir en pendientes arenosas, pájaros
que se precipitaban contra la pared vertical de una montaña, platas que
habiendo exudado toda su savia se marchitaban sin dilación: escenarios
de una naturaleza determinada a la muerte, abandonándose a la laxitud de
sus ceremonias terminales. En cualquiera de los casos, el sol blanco
presidía como un sacerdote impasible. El carrusel, de pronto, se detuvo.
Aún durante un instante pudo ver, en rápido retazo, la explanada y sus
pirámides, coloreadas por la masa de cadáveres. Pero esta visión fue
rápidamente sustituida por otra en la que aparecía con nitidez la
ciudad, si bien, al principio, como si estuviera superpuesta al paisaje
anterior. Bajo la lámina transparente se adivinaba la selva y, en su
corazón, el holocausto voluntario. Luego, desaparecidas las sombras, la
imagen se hacía completamente clara. La ciudad estaba disecada, en un
intachable estado de conservación pero sin indicio alguno de vida, y el
sol blanco, que había usurpado ya todo su cielo, la iluminaba con una
extraordinaria intensidad.
El sol blanco sobre la ciudad blanca: los contornos se desvanecían y las
imágenes se rompían en los arrecifes del pensamiento. El despliegue de
la idea dejaba atrás las visiones afianzándose en el suelo las palabras.
A Víctor cegado, le hablaba una voz remota que en su vuelo parecía
capturar otras voces. Alguien desde un lugar desconocido sabía, con rara
precisión, lo que a él le resultaba confuso. Esto le atraía de tal modo
que concentraba toda su atención. Empero, no le llegaba el contenido de
su voz sino únicamente resonancias. Estuvo luchando por entender, sin
que sus esfuerzos tuvieran recompensa, hasta que se vio obligado a
renunciar sumiéndose en la pasividad. Permaneció con la mente vacía
durante un buen rato. Era una situación apacible que deseaba que se
prolongara. Pero fue interrumpido, de nuevo, por la voz. Esta vez era
comprensible. Se refería a lo que había observado previamente en las
imágenes: la existencia, cuando percibía el cansancio de sí misma, se
lanzaba voluntariamente a la muerte. Esta vez la voz era demasiado
comprensible. Hablaba de mundos que se entregaban a su ocaso. De hombres
que, desde lo alto de las pirámides, aguardaban su extinción, de
animales anfibios ahogándose lentamente, de pájaros que se destrozaban
contra rocas. Y la ciudad, de creerla, pertenecía ya a estos mundos.»