He sabido que Takeshi Shikama, cansado
de las prisas y los agobios de la vida urbana, y también de su actividad
como exitoso diseñador, se fue a vivir al bosque. Con sus propias manos
y las de su mujer construyó una casita de madera en un entorno boscoso,
y decidió que aquél sería su lugar para vivir. Durante un tiempo habría
contemplado los árboles, a los que la ciudad –aun tratándose de Tokyo-
suele olvidar, cuando no desdeña abiertamente, habría escuchado el
viento entre sus ramas, les habría visto cobrar vida por la mañana y
apagarse al anochecer plegándose sobre su propio misterio. Habría sido
partícipe de su sagrado secreto.
Quiso compartir con los demás ese secreto. Quizás mejor que nunca viene a cuento la conocida afirmación de Diane Arbus: “La fotografía es un secreto acerca de un secreto”.
Para contar a los otros hay muchos caminos. La fotografía es uno de los
más intensos. La especial relación que mantiene la lente de la cámara
con cuanto pasa ante ella permite una conexión visual directa con quien
la maneja. Evidentemente no sólo visual. Como Takeshi Shikama debe saber
muy bien, la imagen fotográfica establece un vínculo que va desde lo
puramente sensorial –en las fotografías podemos oír el bosque- a lo que
es emocional y espiritual –la imagen convertida, ¿por qué no?, en una
plegaria cósmica–.
Habitar el bosque. Vivir junto al
árbol. Durante siglos el bosque, como la naturaleza en general, fue una
amenaza. En su penumbra, en su silencio, se han escondido siempre seres
misteriosos, raramente visibles, pero cuya presencia cierta amedrentaba a
los humanos, que respetaban temerosos sus fronteras sagradas. En todas
las civilizaciones, hasta el siglo XVIII al menos, el hombre ha
“cruzado” sus miradas con las del bosque que, desde lo profundo,
también nos mira. Miradas humanas entre la atracción y el rechazo, entre
la seducción y el miedo.
Shikama pudo percibir cómo ahora, en el siglo XXI, el signo de los temores ya no es el mismo. El “corazón de las tinieblas”
que hacía sentirse al hombre indefenso y pequeño, muy pequeño ante
inmensos árboles trepando hacia el cielo, ha sido sustituido por el
lamento de una especie de niño grande que siente su lugar estrechado. En
su cabaña de madera, Takeshi Shikama escuchó el rumor del viento entre
las ramas y absorbió la escasa luz bajo los árboles. Pensó que la
fotografía podía narrar el precioso cuento del gigante lastimosamente
olvidado por el hombre, aunque todavía muy poderoso. Sintió cómo todo el
bosque, y aún más, se condensaba en cada árbol, y cómo cada árbol se
erigía en un verdadero dios, como la milenaria cultura de su país
siempre supo.
(...)
Cuando, avanzando el siglo XX, los
fotógrafos se acercaron más al detalle (el tronco de un árbol, unas
hojas, unas raíces, el reflejo de la luz en unas piedras, etc.) lo
hicieron, aunque parezca un contrasentido, intentando subrayar la
grandeza de esos fragmentos del paisaje, de tal modo que el diálogo
entre el fotógrafo y el paisaje siempre estaría marcado por una cierta
distancia impuesta por el deseo de exaltar la belleza del todo o de la
parte. Una posición como la de Takeshi Shikama, un diálogo de igual a
igual, entre hombre y naturaleza, entre fotógrafo y bosque en este caso,
no se va a dar hasta muy avanzado el siglo XX –y aun así en muy pocos
casos–, cuando la actividad de los fotógrafos se repliega hacia el
propio interior, cuando aquella relación comienza a ser más y más
íntima.
Ese es el punto en el que quiero
incidir ahora. El diálogo de Shikama con la naturaleza no es un diálogo a
grandes voces, no puede serlo. Él dice que “la fotografía es algo que le pide el bosque”. El
bosque le llama, y le ofrece su imagen. La cámara del fotógrafo debe
estar allí para hacernos llegar la confidencia de cada árbol. Decía
antes que el autor apela a los sentidos. La imagen fotográfica será por
tanto la proyección sensorial de ese árbol, de ese lugar, de esa
conversación en voz baja. Quien no pueda escucharla tampoco podrá
apreciar la imagen, quien no oiga el susurro quedará a oscuras.