Marienbad eléctrico, Enrique Vila-Matas (Seix Barral)

¿Qué me pasa con los hoteles?
Nada, es sólo que los veo como si fueran un libro que hubiera de leer y luego juzgarlo, compararlo con otros, hacer como uno hace con las ciudades que visita y en las que se dice a sí mismo: en ésta viviría; en esta otra jamás; ésta me fascina, pero no me quedaría ni un minuto; ésta es horrible y sin embargo me gustaría pasar una temporada, etcétera.

[...]

Llueve sobre Barcelona mientras oigo música de Slim Harpo. El agua va creando su propia atmósfera. Y acabo creyendo que veo a DFG, al otro lado de la frontera: la veo ante bosques que se oscurecen con una aurora malva. Puede, además, que el frío descienda y un matiz de inquieta tristeza atraviese la luz oblicua cuando ella dé unos cuantos pasos hacia el final de un sendero que no debe de ir seguramente a ninguna parte: pasos sobre una nieve que se extiende hasta el infinito, sin una sola casa a la vista.

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Por qué me gusta Barthes, Alain Robbe-Grillet (Paidós)

Me dije que quizá me iban a pedir que aquí hiciera mención o que recordara algunas etapas de mis libros, etapas de mi vida, en resumen, que recordaran lo que había escrito; y me aterrorizaba porque constaté que, en el fondo, me iba a costar mucho responder a esta demanda. Entonces inventé una alegoría: me dije que, al llegar aquí, habíamos atravesado un río normando que se llamaba Memoria, y que esto, en lugar de llamarse Ceisy-la-Salle, se llamaba Bruma-sobre-la-Memoria. En realidad, mi amnesia posee un carácter que no puedo calificar de brutalmente negativo; es una impotencia de memoria, una bruma. Vivo en una especie de brumazón, con la impresión de que continuamente debo pelear con mi memoria. Es una reflexión que podría tener consecuencias para la escritura; la escritura sería el campo de bruma de la memoria, y esta memoria imperfecta, que es también una amnesia imperfecta, es, en el fondo, el campo de la temática. Un tema es algo que está, a la vez olvidado y no olvidado; que es por eso mismo imposible de acotar mediante procedimientos estructurales, porque es un fenómeno precisamente de intensidad, de «más» o de «menos».

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El árbol, John Fowles (Impedimenta)

Es imposible enseñar la esencia del arte. Todo lo que el saber universal puede proporcionar acerca de sus técnicas dará como resultado, en el mejor de los casos, una imitación o una réplica de arte anterior. Lo insustituible en cualquier pieza de arte no es nunca, en última instancia, la técnica ni el oficio, sino la personalidad del artista, la expresión de su sensibilidad, que es única e insustituible. Los grandes avances de la técnica se han ido produciendo para cubrir esta necesidad. Y las técnicas en sí mismas son siempre reducibles a ciencia, es decir, se pueden enseñar y aprender. Después de que Joyce escribiera, de que Picasso pintara y de que Webern compusiera, ya solo se requiere una mínima destreza, además de paciencia y práctica, para copiar sus técnicas. Sin embargo, todos sabemos por qué estas técnicas que producen copias, incluso las que se han hecho con tanto esfuerzo, por ejemplo en la pintura, como para despistar a los expertos de museos y salas de subastas, no tienen ningún valor al lado de la obra del artista original. No es suyo, no es arte, sino simple imitación.

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Promesa de eternidad, por José Luis Brea


Promesa de duración, de permanencia –contra el pasaje del tiempo–. He aquí lo que las imágenes nos ofrecen, lo que nos entregan, lo que buscamos en ellas. Es un error pensar que ellas tienen algo que decirnos, acaso que representan el mundo –o lo real–. No, no lo hacen. Ellas son portadoras, por encima de todo, de un potencial simbólico, de la fuerza de abrir para nosotros un mundo de esperanzas, de creencias, un horizonte de ideas muy generales y abstracto al que nos enfrentamos movilizando, sobre todo, nuestro deseo –acaso nuestro deseo de ser–. Ellas están ahí queriendo hablarnos –o dejando que nosotros nos hablemos a nosotros mismos, frente a ellas –de lo que somos, de lo que creemos ser y de qué –como tales– nos es dado esperar, al fin y al cabo. Qué nos cabe acaso esperar ante la muerte, frente a la irrevocable cesación de ese mismo ser –que ellas nos prometen como nuestro.
Pongamos que ellas aparecen ahí, y acaso nos miran, respondiendo entonces, y principalmente, a nuestro –más tierno, más duro– deseo de durar, a la exigencia de la que la intensidad de la experiencia que hemos vivido con la fuerza de una singularidad que imaginamos absoluta –recordemos la escena final del replicante de Blade Runner: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais»– no se pierde, no queda en la nada oscura de lo que, como lágrimas en la lluvia, podría borrarse de la memoria –de toda la memoria, de la memoria de todos.

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Cómo escribir poesía, Leonard Cohen


Por ejemplo la palabra mariposa. Para usar esta palabra no hace falta aligerar la voz, ni dotarla de pequeñas alas empolvadas, ni inventar un día soleado o un campo de narcisos, ni estar enamorado, ni estar enamorado de las mariposas. La palabra mariposa no es una mariposa de verdad. Está la palabra y está la mariposa. La gente tendrá todo el derecho a reirse de tí si confundes estos dos conceptos. No le des tanta importancia a la palabra. ¿Qué quieres transmitir, que amas a las mariposas con más perfección que nadie o que entiendes realmente su naturaleza? La palabra mariposa no es más que un dato. No te da pie a revolotear, elevarte, proteger las flores, simbolizar la belleza y la fragilidad o interpretar de alguna forma a una mariposa. No representes las palabras. No representes nunca las palabras. No intentes nunca despegar del suelo cuando hables de volar, ni gires la cabeza y cierres los ojos cuando hables de la muerte. No me mires con ojos ardientes cuando hables del amor. Si quieres impresionarme al hablar del amor, métete la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acaríciate. Si tu ambición y tu hambre de aplausos te ha llevao a hablar del amor, debes aprender a hacerlo sin desacreditarte a ti mismo ni lo que dices.

[...]

Se trata de un paisaje interior. Está dentro y es privado. Respeta la intimidad de tus textos pues fueron escritos en silencio. La valentía de la interpretación es decirlos, La disciplina de la interpretación es no violarlos. Deja que el público sienta tu amor por la intimidad aunque ésta no exista. Sé una buena puta. El poema no es un eslogan. No puede promocionarte. No puede fomentar tu reputación de sensible. No eres un semental. No eres un ladrón de corazones. Tanto gánster del amor y tanta tontería. Eres un estudiante de disciplina. No representes las palabras. Las palabras mueren cuando las representas, se marchitan, y no nos queda más que tu ambición.

Di las palabras con la precisión exacta con que comprobarías la ropa de tu colada. No te conmuevas con una blusa de encaje. Unas braguitas no tienen por qué ponértela dura . No tiembles al ver una toalla. Las sábanas no han de dibujar una expresión de ensueño alrededor de tus ojos. No hace falta que llores en el pañuelo. Los calcetines no están ahí para evocarte extraños y lejanos viajes. No es más que tu colada. No es más que tu ropa. No seas un mirón escudriñando a través de ella. Limítate a llevarla puesta.

El poema es mera información. Es la Constitución de la patria interna. Si lo declamas y lo hinchas con nobles intenciones, no eres mejor que esos políticos que tanto desprecias. No haces más que agitar una bandera y llamar patéticamente a la patriotería emocional. Piensa en las palabras como ciencia, no como arte. Son un informe . Es como si dieras una conferencia en la Federación de Montañismo. Las personas que te escuchan conocen todos los riesgos de la escalada, y te honran dando por sentado que lo sabes. Si se los pasas por la cara, estás insultando la hospitalidad que te ofrecen. Infórmales de la altitud de la montaña, describe el equipo que utilizaste, especifica el tipo de superficie y fija el tiempo que duró la escalada. No busques dejar al público boquiabierto. Si el público se queda boquiabierto, no será debido a tu apreciación de los hechos, sino a la suya. Tu mérito estará en la estadística y no en las inflexiones de tu voz ni en los ademanes enérgicos de tus manos. Estará en los datos y en la tranquila organización de tu presencia.

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Las cabezas trocadas, Thomas Mann (Edhasa)

La encarnación crea aislamiento, el aislamiento crea diferencia, la diferencia crea comparación, la comparación crea inquietud, la inquietud crea asombro, el asombro crea admiración y la admiración crea deseo de intercambio y unión. Etad vai tad. Así es la cosa.

[...]

–Lo sé bien –dijo Chridaman–, y no soy ciego a ello, o si lo soy es por un momento y voluntariamente. Pues no hay tan sólo la verdad y conocimiento de la razón, sino también la visión simbolizadora del corazón humano que sabe leer los caracteres de los fenómenos, tanto en su sentido primero y desnudo como en el segundo y más elevado, y los usa como un medio a través del cual contempla lo puro y espiritual. ¿Cómo quieres alcanzar la percepción de la paz y experimentar en el alma la felicidad de la calma sin que una imagen de Maya (que, sin embargo, no es en sí la felicidad y la paz) te ofrezca el instrumento para ello? Los hombres tienen el privilegio y la aptitud de servirse de lo real para contemplar la verdad, y el lenguaje ha acuñado la palabra poesía para este privilegio y aptitud.
–¡Ah! ¿Crees que es así? –rió Nanda–. Según eso, y a lo que tú dices, la poesía sería la estupidez que viene tras la inteligencia, y cuando alguien es estúpido habría que preguntar si lo es todavía o si ha vuelto a serlo.

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Ota Pavel, Cómo llegué a conocer a los peces (Sajalín)

«Nada dura eternamente. Ni la belleza, ni la alegría, ni el dolor.»

«Cuando estoy de pesca no soporto a nadie. Quiero estar a solas con el río. Me irrita una simple pisada, me indigna el habla humana. Es como si no tuvieran cabida en la naturaleza. La gente, estando en plena naturaleza, a menudo cotorrea acerca de minucias y estupideces, mientras que la naturaleza te habla, con su lenguaje directo y claro, tan solo de la belleza, del amor, del odio, del sustento, de la muerte. Es como si se hubiera descartado de la naturaleza todo lo superfluo. Cuando iba de pesca con mi padre o mis hermanos, solía esfumarme en la ribera del río. Yo les otorgaba idénticos derechos, para que pudieran hacer lo mismo, para que pudieran estar a solas con el río.»

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Rainer Maria Rilke sobre Auguste Rodin

Toca al artista hacer, con muchas cosas, otra única, y de la parte más pequeña de una cosa, un mundo. En la obra de Rodin hay manos, manos independientes y pequeñas que, sin pertenecer a cuerpo alguno, están vivas. Manos que se alzan, irritadas y malas, manos que parecen ladrar con los cinco dedos erizados, como los cinco cuellos de un perro del infierno. Manos que caminan, que duermen, y manos que se despiertan; manos criminales y cargadas con una pesada herencia, y manos que están cansadas, que ya no quieren nada más, que están tendidas en un rincón cualquiera, como animales enfermos que saben que nadie puede ayudarlos. [...] Hay una historia de las manos; ellas tienen realmente su propia cultura, su belleza particular; se les reconoce el derecho a tener su propio desarrollo, sus propios deseos, sus sentimientos, sus humores, sus caprichos.

[...] 

Así como el cuerpo humano solo es para Rodin un todo en la medida en que una acción común (interior o exterior) mantiene en movimiento todos sus miembros y todas sus fuerzas, así, partes de cuerpos diferentes que, por una necesidad interna, adhieren las unas a las otras, se ordenan para él, por sí mismas, en un organismo. Una mano que se posa en el muslo o el hombro de otro cuerpo ya no pertenece del todo a aquel del que procede: ella y el objeto que toca o empuña forman juntos una cosa nueva, una cosa más que no tiene nombre y no pertenece a nadie.

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El secreto - A lo largo de la vida, Rainer María Rilke (Alba)

Klothilde y Rosine habían sido amigas de pequeñas. En sus años jóvenes fueron separadas por la vida del internado, otras circunstancias prolongaron esa separación hasta que volvieron a encontrarse en la residencia en los primeros estadios del pesimismo de la soltería. Se encontraron como dos personas que han perdido el tren en una estación solitaria situada en medio del campo y están obligadas a remar juntas a través del aburrimiento de la espera. A veces también ocurre que esas dos personas esperan y esperan, y finalmente, cuando ven que no llega ningún tren, encuentran el camino que conduce desde la estación olvidada al próximo pueblo y se quedan a vivir allí.

[...]

Él venía ahora mucho más a menudo en sueños. Entonces Rosinchen imaginaba el fervor con que él se entregaría al mismo recuerdo. Le veía sentado, tal vez como un hombre sabio, quizá incluso famoso (en aquel entonces ya lejano no se podía saber todavía lo que llegaría a ser), en su habitación oscura cuyas paredes parecían hechas de grandes libros, buscando el trocito de cinta rosa, el único recuerdo que había conservado de ella. Y ella veía cómo lo besaba y en sueños recogía la enorme y valiosa lágrima masculina que rodaba como una perla por las ondas de la ancha barba. Él llora, llora por ella. Y ella se emocionaba siempre, por él y por ella, y por Klothilde que conocía toda aquella historia; lo único que le había ocultado era el nombre. Así que en caso extremo había todavía algo que podía confiarle. Si alguna vez en una hora crepuscular y gris le hacía esa confidencia, Klothilde ya no podría ocultarle nada y tendría que abrir a su vez todos los corazones y cajas de hierro con una sola llave.

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Toute une nuit (Chantal Akerman, 1982)

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La obra maestra desconocida, Honoré de Balzac (Visor)

––  ¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta! ––exclamó con vehemencia el anciano, interrumpiendo a Porbus con un gesto despótico––. De otro modo, un escultor se ahorraría todas sus fatigas sólo con moldear una mujer! Pues bien, intenta moldear la mano de tu amante y colocarla ante ti; te encontrarás ante un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado a recurrir al cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, representará su movimiento y su vida.

(...)

La belleza es severa y difícil y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla, cortejarla con insistencia y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse

(...)

–– Prefiero ser amado a ser famoso. Para mí eres más bella que la fortuna y los honores. Anda, tira mis pinceles, quema estos bocetos. Me he equivocado. Mi vocación es amarte. No soy pintor, soy enamorado. ¡Mueran el arte y todos sus secretos!

(...)

Los frutos del amor son efímeros; los del arte son inmortales.

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La danza de Luz: en torno a la danza serpentina - Aisthesis, Jacques Rancière (Bordes Manantial)

Es lo que prueban las bellezas que la danza serpentina nos presenta: las rosas cuya voluminosa cabeza es desproporcionada con respecto al endeble tallo, las flores minúsculas que adornan las macizas ramas de los manzanos o las colas de pavo real más largas que el cuerpo que prolongan.
En cierto sentido, la danza serpentina es la danza que traslada a a formas escogidas o las olas que ella evoca con su manifestación. No se trata de imitar flores, olas o insectos. La misma estética que toma por modelo la curva de la rosa o las espirales de la cola del pavo real refuta la idea de crear lo bello mediante la producción de su semejanza. "La naturaleza tiene lugar", dice Mallarmé, "nada ha de añadírsele." No hay que equivocarse en cuanto al sentido de esta fórmula: no implica una descalificación de las formas naturales. Prescribe, al contrario, extraer de ellas los elementos de una lengua de las formas para inventar un nuevo poder del artificio. El discípulo más estricto de Mallarmé, Camille Mauclair, resume así el pensamiento de Armel, el doble ficcional del poeta: "Lo que los ignorantes llaman artificial en su arte era la penetración más aguda de las formas naturales, la intuición de las analogía entre todas las cosas de la materia y todas las cosas del espíritu. En lugar de adoptar formas de las literaturas anteriores, Armel las escogía en el infinito repertorio de la vida". Loïe Fuller es el ejemplo de ese lenguaje elemental con los crespones de una túnica que Mallarmé, no sin motivo, decidió llamar velo. El velo no es solo el artificio que permite imitar toda clase de formas. Es también lo que despliega el poderío de un cuerpo al ocultarlo. Es el complemento que el cuerpo se da para modificar su forma y su función. La novedad de arte de Loïe Fuller no pasa por el simple encanto de lo sinuoso. Es la invención de un cuerpo nuevo: ese cuerpo es el punto muerto en el centro del remolino, que engendra formas al ponerse fuera de sí mismo. El arte conoce diversos tipos de formas corporales, las de los modelos cuya semejanza forjan los artistas o las que encarnan sobre un escenario el texto de una pieza o el argumento de un ballet. Ahora se trata de otra cosa, para la cual Mallarmé no encuentra mejor analogía que la música: el cuerpo que se vale de un instrumento material para producir un medio sensible de emoción que no se le asemeja en nada.
"Transición de sonoridades a los tejidos." La frase mallarmeana no quiere decir que el despliegue de los velos de Loïe Fuller transponga tal o cual música. En apariencia, los comentaristas de la danza serpentina prestan muy poca atención a la música. Mencionan llegado el caso las muchachas-flores de Parsifal o la llama que rodea a Brunilda, pero estas referencias wagnerianas son ideas estéticas, no temas musicales. El movimiento del velo traspone no este o aquel motivo musical, sino la idea misma de la música. Esta idea es la de un arte que se sirve de un instrumento material para producir un medio sensible inmaterial. Cuando el poeta habla de las pasiones rápidas, deleite, duelo, ira que produce la bailarina, escuchamos la voz del filósofo al comentar la sinfonía beethoveniana, en la que habla sin palabra ni imagen la voz de todas las pasiones, todas las emociones humanas; alegría y tristeza, afecto y odio, terror y esperanza [...], en matices infinitos pero, de alguna manera, siempre en abstracto y sin distinción alguna. El velo es música porque es el artificio a través del cual un cuerpo se prolonga para engendrar formas en las que desaparece.

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Takeshi Shikama, el bosque en la penumbra, por Carlos Cánovas (2014)

He sabido que Takeshi Shikama, cansado de las prisas y los agobios de la vida urbana, y también de su actividad como exitoso diseñador, se fue a vivir al bosque. Con sus propias manos y las de su mujer construyó una casita de madera en un entorno boscoso, y decidió que aquél sería su lugar para vivir. Durante un tiempo habría contemplado los árboles, a los que la ciudad –aun tratándose de Tokyo- suele olvidar, cuando no desdeña abiertamente, habría escuchado el viento entre sus ramas, les habría visto cobrar vida por la mañana y apagarse al anochecer plegándose sobre su propio misterio. Habría sido partícipe de su sagrado secreto.

Quiso compartir con los demás ese secreto. Quizás mejor que nunca viene a cuento la conocida afirmación de Diane Arbus: “La fotografía es un secreto acerca de un secreto”. Para contar a los otros hay muchos caminos. La fotografía es uno de los más intensos. La especial relación que mantiene la lente de la cámara con cuanto pasa ante ella permite una conexión visual directa con quien la maneja. Evidentemente no sólo visual. Como Takeshi Shikama debe saber muy bien, la imagen fotográfica establece un vínculo que va desde lo puramente sensorial –en las fotografías podemos oír el bosque- a lo que es emocional y espiritual –la imagen convertida, ¿por qué no?, en una plegaria cósmica–.
Habitar el bosque. Vivir junto al árbol. Durante siglos el bosque, como la naturaleza en general, fue una amenaza. En su penumbra, en su silencio, se han escondido siempre seres misteriosos, raramente visibles, pero cuya presencia cierta amedrentaba a los humanos, que respetaban temerosos sus fronteras sagradas. En todas las civilizaciones, hasta el siglo XVIII al menos, el hombre ha “cruzado” sus miradas con las del  bosque que, desde lo profundo, también nos mira. Miradas humanas entre la atracción y el rechazo, entre la seducción y el miedo.

Shikama pudo percibir cómo ahora, en el siglo XXI, el signo de los temores ya no es el mismo. El “corazón de las tinieblas” que hacía sentirse al hombre indefenso y pequeño, muy pequeño ante inmensos árboles trepando hacia el cielo, ha sido sustituido por el lamento de una especie de niño grande que siente su lugar estrechado. En su cabaña de madera, Takeshi Shikama escuchó el rumor del viento entre las ramas y absorbió la escasa luz bajo los árboles. Pensó que la fotografía podía narrar el precioso cuento del gigante lastimosamente olvidado por el hombre, aunque todavía muy poderoso. Sintió cómo todo el bosque, y aún más, se condensaba en cada árbol, y cómo cada árbol se erigía en un verdadero dios, como la milenaria cultura de su país siempre supo.

(...)

Cuando, avanzando el siglo XX, los fotógrafos se acercaron más al detalle (el tronco de un  árbol, unas hojas, unas raíces, el reflejo de la luz en unas piedras, etc.) lo hicieron, aunque parezca un contrasentido, intentando subrayar la grandeza de esos fragmentos del paisaje, de tal modo que el diálogo entre el fotógrafo y el paisaje siempre estaría marcado por una cierta distancia impuesta por el deseo de exaltar la belleza del todo o de la parte. Una posición como la de Takeshi Shikama, un diálogo de igual a igual, entre hombre y naturaleza, entre fotógrafo y bosque en este caso, no se va a dar hasta muy avanzado el siglo XX –y aun así en muy pocos casos–, cuando la actividad de los fotógrafos se repliega hacia el propio interior, cuando aquella relación comienza a ser más y más íntima.

Ese es el punto en el que quiero incidir ahora. El diálogo de Shikama con la naturaleza no es un diálogo a grandes voces, no puede serlo. Él dice que “la fotografía es algo que le pide el bosque”. El bosque le llama, y le ofrece su imagen. La cámara del fotógrafo debe estar allí para hacernos llegar la confidencia de cada árbol. Decía antes que el autor apela a los sentidos. La imagen fotográfica será por tanto la proyección sensorial de ese árbol, de ese lugar, de esa conversación en voz baja. Quien no pueda escucharla tampoco podrá apreciar la imagen, quien no oiga el susurro quedará a oscuras.


Extraído de aquí.

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Versailles, by Elliot Erwitt (1975)

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Alejandra Pizarnik por Ernesto Ardito y Virna Molina

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Hay 16 razones - Iceberg, Benjamín Prado (Visor)

Los días que se acaban pero son infinitos.
Los deseos que encubre la fuente sin monedas.
La mujer que es el bosque en donde está perdida
y el niño que se quiebra al pisar una rama.

Eso, para empezar.

El color blanco que huye de la paloma al hielo.
La belleza inhumana de las cosas normales.
El lobo transparente que se mira en un río
y la sangre invisible del hombre sin heridas.

Ésa es la causa.

La oscuridad que arde en la palabra noche.
El jardín que va a ser parte de la maleza.
El león que está hecho de versos de Neruda
y el agua rota junto a la botella vacía.

Ésas son las razones.

Y el animal que aúlla antes de los diluvios.
Y el amor que transforma la ceniza en madera.
La pared agrietada que ya está en nuestra muerte.
La cicatriz que abre un sendero hacia el vacío.

Escribiré un poema
que sea todo eso;
un poema que cave en ustedes,
los cribe,
los inunde,
les roa,
les arranque destellos,
los devore
poco a poco, lo mismo que una plaga.

Escribiré un poema que hable de todo eso.
Escribiré un poema que sea todo eso.

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La sentencia de muerte, Maurice Blanchot (Pre-Textos)

Si he escrito novelas, las novelas surgieron cuando las palabras empezaban a retroceder ante la verdad. Yo no le tengo miedo a la verdad. No temo confesar un secreto. Sin embargo las palabras, hasta ahora, han sido más débiles y más cautas de lo que me hubiera gustado. Esta cautela, lo sé, es una advertencia. Sería más noble dejar a la verdad en paz. Le sería extraordinariamente útil a la verdad, el permanecer oculta.

(...)

Aquel viaje en metro me dejó un recuerdo muy triste. Triste que nada tenía que ver con mi poca memoria. Era más bien la sensación de que algo inmensamente triste estaba a punto de suceder allí, en aquel vagón, con toda aquella gente del mediodia.

(...)

Un pensamiento perseverante está completamente al abrigo de sus condiciones. Lo que, a veces, me ha impresionado de este pensamiento es una especie de dureza, la distancia infinita entre su respeto por mí y mi respeto por ella; pero dureza no es la palabra adecuada: la dureza venía de mí, de mi persona.

(...)

Entré y cerré la puerta. Me senté sobre la cama. La oscuridad más impenetrable ante mí. Pero yo no estaba sumido en ella, sino en la orilla, y, lo reconozco, es horrorosa. Horrorosa porque contiene algo que el hombre desprecia y que no puede soportar sin perderse. Aunque perderse es necesario; y aquel que resiste sucumbe, y aquel que huye, se convierte en la oscuridad misma, algo frío, muerto y despreciable en cuyo seno mora el infinito. Aquella oscuridad seguía a mi lado, probablemente por el miedo que sentía: no era un miedo corriente, no me paralizaba, no se ocupaba de mí, sino que erraba por la habitación como si fuera algo humano. Hace falta mucha paciencia para que, desde las profundidades más horribles, el pensamiento surja poco a poco, nos reconozca y nos contemple. Aunque también yo temía aquella mirada. Una mirada es algo muy diferente de lo que se piensa, no contiene ni luminosidad ni expresión ni fuerza ni movimiento, es silenciosa, pero, en el colmo de la extravagancia, su silencio surca los mundos y quien lo oye se transforma.

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Perder teorías, Enrique Vila-Matas (Seix Barral)

«La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir», ha escrito Fernando Savater. Lo mismo puede decirse de la espera, que no está conforme con nada salvo con el hecho de aguardar. La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro. «Hablando con propiedad», escribió Robert Louis Stevenson. Y lo mismo podríamos decir de la espera: no es ella lo que amamos –a fin de cuentas, como decía Blanchot, «la espera comienza cuando no hay nada más para esperar, ni siquiera el fin de la espera; la espera ignora y destruye lo que espera, la espera no espera a nadie»–, sino el esperar, que esencialmente es –al igual que la alegría– una afirmación de la vida y el presente.

Me preguntaron un día, estando en esa ciudad, si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía. Precisé que hablaba de sutiles conexiones con la poesía y en ningún caso de lo antagónico: novelas escritas por poetas a base de prosa poética, algo profundamente a evitar cuando se trataba de una novela.

No, no podía creer que ésa fuera una regla inconmovible. Si no sabemos qué es la vida, ¿por qué habríamos de tener tan claro qué es una novela? La poesía está conectada con los dioses y no dudo que es un arte divino y superior que nunca me atreveré a mancillar. Pero la novela...

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La campana de cristal, Sylvia Plath (Edhasa)

Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si se tratara de un grueso higo morado, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos, y otro higo era una poeta famosa, y otro higo era una profesora brillante, y otro era Ee Gee, la increíble editora, y otro higo era Europa y África y Sudamérica, y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de otros amantes con nombres raros y profesiones poco usuales, y otro higo era una campeona del equipo olímpico de atletismo, y más allá, por encima de aquellos higos, había muchos más que no podía identificar claramente.

Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto. Y, mientras estaba ahí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a ponerse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies.

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Confesiones, Marina Tsvetaieva (Galaxia Gutemberg)

No me gusta la vida como tal, para mí comienza a significar, es decir, a adquirir sentido y peso –solo transfigurada, es decir– en el arte. Si me llevaran más allá del océano –al paraíso– y me prohibieran escribir, me negaría al océano y al paraíso. La obra en sí misma no me hace falta.

Amo las cosas por su belleza, no por la mía cuando me las pongo.

Jamás me permití amar las flores (por la evidencia de su belleza –y también porque todo el mundo las ama), amaba –los árboles, sin evidencia de la seducción.

La esfera del poeta es - el alma. Toda el alma. por encima de alma está –el espíritu, que no necesita de poetas, si de algo necesita es de profetas. La profecía en el poeta como co-presencia, no como esencia– como la poesía en el profeta. «Qué grandes poetas son los profetas», al decir esto - rebaja usted al profeta.
La palabra poesía está, generalmente, enaltecida y embrumecida. ¿Por qué llama usted a lo mejor que hay en el ser humano y en el mundo poesía? Dios en el hombre, sí. Y esto es, no cabe duda, incomparablemente más grande y más preciso. Es Dios quien está en el embrión de usted y no la poesía. Será poesía cuando usted, en sus versos, lo ponga al descubierto.

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