La danza de Luz: en torno a la danza serpentina - Aisthesis, Jacques Rancière (Bordes Manantial)

Es lo que prueban las bellezas que la danza serpentina nos presenta: las rosas cuya voluminosa cabeza es desproporcionada con respecto al endeble tallo, las flores minúsculas que adornan las macizas ramas de los manzanos o las colas de pavo real más largas que el cuerpo que prolongan.
En cierto sentido, la danza serpentina es la danza que traslada a a formas escogidas o las olas que ella evoca con su manifestación. No se trata de imitar flores, olas o insectos. La misma estética que toma por modelo la curva de la rosa o las espirales de la cola del pavo real refuta la idea de crear lo bello mediante la producción de su semejanza. "La naturaleza tiene lugar", dice Mallarmé, "nada ha de añadírsele." No hay que equivocarse en cuanto al sentido de esta fórmula: no implica una descalificación de las formas naturales. Prescribe, al contrario, extraer de ellas los elementos de una lengua de las formas para inventar un nuevo poder del artificio. El discípulo más estricto de Mallarmé, Camille Mauclair, resume así el pensamiento de Armel, el doble ficcional del poeta: "Lo que los ignorantes llaman artificial en su arte era la penetración más aguda de las formas naturales, la intuición de las analogía entre todas las cosas de la materia y todas las cosas del espíritu. En lugar de adoptar formas de las literaturas anteriores, Armel las escogía en el infinito repertorio de la vida". Loïe Fuller es el ejemplo de ese lenguaje elemental con los crespones de una túnica que Mallarmé, no sin motivo, decidió llamar velo. El velo no es solo el artificio que permite imitar toda clase de formas. Es también lo que despliega el poderío de un cuerpo al ocultarlo. Es el complemento que el cuerpo se da para modificar su forma y su función. La novedad de arte de Loïe Fuller no pasa por el simple encanto de lo sinuoso. Es la invención de un cuerpo nuevo: ese cuerpo es el punto muerto en el centro del remolino, que engendra formas al ponerse fuera de sí mismo. El arte conoce diversos tipos de formas corporales, las de los modelos cuya semejanza forjan los artistas o las que encarnan sobre un escenario el texto de una pieza o el argumento de un ballet. Ahora se trata de otra cosa, para la cual Mallarmé no encuentra mejor analogía que la música: el cuerpo que se vale de un instrumento material para producir un medio sensible de emoción que no se le asemeja en nada.
"Transición de sonoridades a los tejidos." La frase mallarmeana no quiere decir que el despliegue de los velos de Loïe Fuller transponga tal o cual música. En apariencia, los comentaristas de la danza serpentina prestan muy poca atención a la música. Mencionan llegado el caso las muchachas-flores de Parsifal o la llama que rodea a Brunilda, pero estas referencias wagnerianas son ideas estéticas, no temas musicales. El movimiento del velo traspone no este o aquel motivo musical, sino la idea misma de la música. Esta idea es la de un arte que se sirve de un instrumento material para producir un medio sensible inmaterial. Cuando el poeta habla de las pasiones rápidas, deleite, duelo, ira que produce la bailarina, escuchamos la voz del filósofo al comentar la sinfonía beethoveniana, en la que habla sin palabra ni imagen la voz de todas las pasiones, todas las emociones humanas; alegría y tristeza, afecto y odio, terror y esperanza [...], en matices infinitos pero, de alguna manera, siempre en abstracto y sin distinción alguna. El velo es música porque es el artificio a través del cual un cuerpo se prolonga para engendrar formas en las que desaparece.