Rainer Maria Rilke sobre Auguste Rodin

Toca al artista hacer, con muchas cosas, otra única, y de la parte más pequeña de una cosa, un mundo. En la obra de Rodin hay manos, manos independientes y pequeñas que, sin pertenecer a cuerpo alguno, están vivas. Manos que se alzan, irritadas y malas, manos que parecen ladrar con los cinco dedos erizados, como los cinco cuellos de un perro del infierno. Manos que caminan, que duermen, y manos que se despiertan; manos criminales y cargadas con una pesada herencia, y manos que están cansadas, que ya no quieren nada más, que están tendidas en un rincón cualquiera, como animales enfermos que saben que nadie puede ayudarlos. [...] Hay una historia de las manos; ellas tienen realmente su propia cultura, su belleza particular; se les reconoce el derecho a tener su propio desarrollo, sus propios deseos, sus sentimientos, sus humores, sus caprichos.

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Así como el cuerpo humano solo es para Rodin un todo en la medida en que una acción común (interior o exterior) mantiene en movimiento todos sus miembros y todas sus fuerzas, así, partes de cuerpos diferentes que, por una necesidad interna, adhieren las unas a las otras, se ordenan para él, por sí mismas, en un organismo. Una mano que se posa en el muslo o el hombro de otro cuerpo ya no pertenece del todo a aquel del que procede: ella y el objeto que toca o empuña forman juntos una cosa nueva, una cosa más que no tiene nombre y no pertenece a nadie.