Alma.
Ni siquiera me estrechaste la mano. Anduvimos carretera adelante
envueltos en la atmósfera blanquecina que lentamente se iba matizando de
grises hasta quedar devorada por el negro. La capa de suelo que
pisábamos estaba helada y la tierra era una masa compacta que a la vez
parecía quebradiza, como un terrón de azúcar. Los árboles inmóviles
ostentaban sus ramas erectas y desnudas y su corteza opaca. Nosotros,
con las manos en los bolsillos, anudados cada uno a sí mismo, dábamos
paso a la amenaza del desasosiego. Después, tras la euforia de él y su
monólogo, pues apenas apuntamos una palabra, presa de malestae, empecé a
delimitar coordenadas a nuestra conducta. Fue, sin embargo, al día
siguiente, acaso como en un intento de reparar tu aridez, o simplemente
porque olfateabas la disgregación, cuando, de un modo inesperado,
mientras dábamos una vuelta por la plaza de Conde de Rodezno, sacaste de
la cartera la foto de tu madre y la pusiste entre las páginas del libro
que yo llevaba en la mano y, acto seguido, te quitaste el anillo y me
lo colocaste en el meñique. Pero no, lo más probable es que hubieras
decidido hacerlo durante las vacaciones y actuaras movido por ese
impulso anterior que momentáneamente habísa reprimido a causa del grave
obstáculo del reencuentro. Las formas expresivas externas también
cuentan, y la efusión de Raúl rebasaba un mero indicio de modo de ser
para trocarse en lazo comunicativo. Los lazos de afecto que tú tendías,
en cambio, eran retráctiles y en una atmósfera inesperada, que
barruntabas hostil, se escondían hasta desaparecer. Te paralizabas. Por
ello no me estrechaste la mano. yo exigía de ti que con tu voz
manifestaras aquel amor que le daba vida en mi ausencia mientras se oía
el piano de Mozart, y todo lo que eras capaz de hacer era confiar a las
páginas de mi libro la imagen de juventud de tu madre y depositar en mí
el topacio engastado en oro de tu abuela, sin que mediara palabra.
Lobo.
¿Podías, acaso, pretender una expresión verbal de los sentimientos, tú,
que enunciabas con el nacimiento la muerte del amor, tú que decías «te
quiero y a la vez sé que dejaré de quererte», tú, que aun asegurando que
no se soportabas, escapabas a tomar vinos con él en cuanto se
presentaba la ocasión? Y con todo, recuerdo muy bien –por la sorpresa
que mi voz me causó– que te dije poco tiempo después: «Aunque tú me
dejes, yo no te dejaré.» Sin embargo, a partir de entonces... Quizá lo
que hicimos, ese distanciarnos, ese encerrarnos y luego pasar horas
inmóviles en la penumbra de los templos, el vagar solitario por la
Taconera y el Redín, no tuvo otro objeto que profundizar en la búsqueda
del otro. Tal vez...
Alma.
Tal vez. Y tal vez la búsqueda sea una perpetua carrera entre los árboles.