Hay dos estudios de pintura, uno a cada lado del jardín. En medio, la
casa verde y roja, cargada de rosales trepadores, se extiende a sus
anchas como un plácido espectador que observa con los ojos abiertos la
magia de los parterres que cada año se renuevan. El terreno desciende y
suavemente hacia el camino y los grandes álamos del jardín acuático
donde el sol se duerme a mediodía. Desde la galería que bordea la planta
baja no se ven más que flores. Los tulipanes comienzan en abril;
después, las peonías, los lirios, los claveles y las azaleas; por
último, las capuchinas, las dalias, los geranios, los rododendros, las
caléndulas y las anémonas blancas del Japón, que anuncian el invierno.
Y, durante todo el año, las rosas, que refulgen en los matorrales,
arbustos y galerías. Son blancas, crema, azafranadas, púrpura, o
inocentemente rosas, como un regalo de un huevo de pascia. Cuelgan en
racimos, hormiguean en botones aislados entre escaramujos, o suben en
todo lo alto de un tallo, como la sonrisa de nácar de una mujer hermosa.
Nos envuelven con sus olores. el viento, que merodea entre los reflejos
de plata de los tilos, impulsa el vuelo intenso de los perfumes.
Al otro lado de los invernaderos de flores está el viejo taller, al que
se accede por una vieja escalera tapizada de estampas. Mira al norte, al
acantilado verdegris de Vexin, cortado por fallas agujereadas que le
dan al aire de un queso y que en otoño queda oculto por cepas de cerezos
silvestres. Giverny se alarga, a la derecha y a la izquierda, entre el
camino y la llanura, como un pueblo perdido, tranquilo, restringido, que
intercala granjas y villas como si se tratara de un catálogo de
arquitectura: Les Mussardières, Mon Plaisir, Coin Rêvé... Al oeste una
vieja iglesia coronada con techo de pizarra; al este, el molino al que
hace trabajar al Epte, río estrecho que se pierde bajo su techumbre como
una lazada en un vestido. Y por todos lados, grisáceos roquedales
calizos donde el sílex destaca como una uña mal cuidada y se une a una
arcilla apenas estructurada.
Clauded Monet trabaja de sol a sol, mientras haya luz. Es un gran
trabajador. Ni la fatiga de una vista muy cansada, ni las justas
reivindicaciones de la edad han ralentizado su ardor. A sus ochenta años
cierra la puerta a los importunos; durante semanas, meses, puede estar
solo, frente a frente, sin distracciones, con su pintura. Todo el país
ha pasado ya ante sus ojos; el Sena indolente, la cosecha, la siega, el
aire cambiante. Y él no ha dejado de cantar cuando el estanque le revela
el rico y fugaz tesoro de sus reflejos. Una nueva pasión se apodera de
su pintura. La inspiración nace de las aguas que la ensordecen, como las
náyades del poeta antiguo. Al principio esboza las confidencias del
espejo y las primeras variaciones del color en pequeñas telas. Pero a
medida que su contemplación se intensifica, siente crecer el poema y las
armonías se amplifican. Toda la vida sideral, todo el secreto de la
fecundida y del ingenio victorioso del hombre se despliega en la calma
de un lugar recogido bajo los sauces. La mañana, con ojos velados, se
levanta entre la bruma; con línea firme, el sol traza su curva
fulgurante, mientras el cielo va cambiando su mirada en un fondo inmóvil
hasta la hora virgen de las estrellas.
Pero esto no es más que el fondo, la base musical, la escala armónica.
Los nenúfares tienen su canto, modulan sus flautas blancas y metáles
púrpuras. El estanque es una paleta sonora indefinidamente nueva. Claude
Monet lo entiende, lo ve, lo domina. Desde los bosquejos iniciales,
para medir y nutrir su pensamiento, hasta la resolución tomada:
desarrollarlos en el tamaño que se merecen; en una sinfonía donde
estalle la risa eternamente joven del viejo Pan.
–– Hice construir este nuevo estudio al comienzo de la guerra –dice el
maestro–. No fue fácil, pero quería algo grande para realizar los
Nenúfares que proyectaba. Y además, quería encerrarme en mí mismo y en
mi trabajo para no pensar en los horrores que se cometían sin cesar...
He vivido allí cinco o seis años sin dejar el pincel...
Atravesamos los corrales; pollos amarillos, gallos japoneses blancos y
rojos, patos negros. Las flores rodean la puerta, allí como en todas
partes. El estudio se llena con una luz tenue, ligeramente gris, que cae
de las cristaleras del techo. En medio de la sala, sobre una mesa baja e
inmensa, un amasijo de pinceles, de tubos de colores, de cigarros a
medio consumir y un gato de cerámica sobre un cojín. Y alrededor, las
telas, grandes lienzos de dos por cinco metros, montados sobre
bastidores con ruedas que se desplazan con facilidad. Se cuentan por
docenas y se ajustan unos a otros, de manera que la escena se
desenvuelve de un modo ininterrumpido, en círculo, alrededor del
espectador. La obra es inmensa, en su variedad, en su fuerza. El agua se
desliza por el horizonte al nivel de la vista. El juego de la bruma,
los reflejos, las transparencias, se multiplican en manchas de color
lila, azufre, azul lavanda o gris tórtola. El platillo de los nenúfares
vibra aquí o allá.
Claude Monet va, viene, mueve una silla, enciende un cigarro, regresa.
Una juventud increíble lo estimula. Su hermosa mirada grave brilla por
encima de su barba de nieve. Sus ojos se afilan. Y, de repente, este
hombre que ya ha pasado de los ochenta años y construido este monumento
prodigioso se detiene ante una visión nueva. La obra terminada está ya
lejos del artista. Otro esfuerzo lo solicita, una tentación lo
requiere...
–– Es preciso que pinte el puente de mi estanque cuando esté cubierto de
glicinas...–dice–. Hace tiempo que lo pienso... No tengo más que cuidar
un poco mi vista para volver a coger el pincel.
¡Admirable grito de una vida donde la creatividad aún borbotea! Muchas
veces, ante el esplendor del jardín, la riqueza de los talleres, la
abundancia cotidiana de la creación, he soñado, en Giverny, con ese otro
jardín en Venecia, el retiro de Biri Grande donde vivió el padre de la
pintura moderna, Tiziano, cuya mano no dejó de pintar hasta pasados los
cien años.