El despertar privilegiado no ha de tener lugar necesariamente desde el
sueño. Puesto que sueño y vigilia no son dos partes de la vida, que
ella, la vida, no tiene partes, sino lugares y rostros. Y así del sueño y
de ciertos estados de vigilia se puede despertar de este privilegiado
modo que es el despertar sin imagen.
Despertar sin imagen ante todo de sí mismo, sin imágenes algunas de la
realidad, es el privilegio de este instante que puede pasar
inasiblemente dejando, eso sí, la huella; una huella inextinguible, mas
que no se sabe descifrar, pues que no ha habido conocimiento. Y ni tan
siquiera un simple registrar ese haber despertado a este nuestro aquí, a
este espacio-tiempo donde la imagen nos asalta. El haber respirado tan
solo en una soledad privilegiada a orillas de la fuente de la vida. Un
instante de experiencia preciosa de la preexistencia del amor: del amor
que nos concierne y que nos mira, que mira hacia nosotros.
Un despertar sin imagen, así como debemos de estar cuando todavía no
hemos aprendido nuestro nombre, ni nombre alguno. Ya que el nombre está
ligado a la normal condición humana, a la imagen o al concepto o a la
idea. Y el nombre sin nada de ello no se nos ha dado. El de «Dios» sabe a
concepto, el del Amor, fatalmente también; y el amor del que aquí se
trata no es un concepto, sino (ya que imposible es al nombrarlo no dar
un concepto) una concepción. Una concepción que nos atañe y que nos
guarda, que nos vigila y que nos asiste desde antes, desde un principio.
Y esto no se ve claro, se desliza este sentir sin llegar a ascender a
saber, y se queda en lo hondo, casi subterráneo, viniendo de la fuente
misma; de la fuente de la vida que sigue regando oculta, de la
escondida, de la que no se quiere saber «do tiene su manida», aunque la
noche se haya retirado en este instante del privilegiado despertar.