¿Es acaso la soledad la que hace nacer al escritor, la llama que
mueve esa barca en la que él va, y la barca misma, no es la barca de su
soledad? Así como el filósofo Diógenes encontró su casa en la clásica
vasija vaciada del vino de la embriaguez que había contenido, llenando
con su figura entera aquel vacío, dando la cara en la calle
impasiblemente desde esa su impar morada. La barca cáscara de alguna
fruta invulnerable y rebosante de un jugo ya desconocido, la barca que
sostiene como resto frágil de ese fruto primero irreconocible que
mantiene la vida de un alguien en su íntima soledad, en su peregrinar en
busca del amor. Y el violín con el que tal viajero cuenta en su viaje a
lo más remoto e íntimo y viviente, hacia su propio corazón. ¿No es
acaso la pluma del verdadero escritor? El que tiene que escribir
rompiendo el silencio, buscando, que si no otras criaturas, el cielo,
los mares, los elementos entre los *que va confundido, aunque confiado,
sin brújula. Los elementos, que son lo único que le ha quedado,
escucharán su canto quizá, ellos, su gemido, su clamor.
Pues que el escritor, el verdadero escritor, es el que a solas clama a
los cielos, el que se arriesga, porque de ello tiene el mandato: un
mandato de expresar, y en la forma más indeleble posible, aquello que
clama a los cielos. Y este es el escritor. El filósofo no clama, no se
arriesga en el piélago insondable. Diógenes con su tonel estaba en una
ciudad. Filosofar, pues, debe ser cosa muy esencial para la ciudad, para
que la haya. El escritor es imprescindible para que aún aquello que en
la ciudad ocurra, y clame al cielo, no se quede oculto bajo el silencio
opaco, para que salte clamando a los cielos, y si fuera así, el escritor
sería el corazón de la ciudad, su centro, el único que podría rescatar a
la ciudad de haber sido desposeída de su centro, allanada en verdad.
Artículo publicado en El País