El amor de Cordelia requiere que lo agiten, que lo empujen a abrirse en
todos los campos, totalmente, y no que se lacen a porciones de un lado a
otro. Debe descubrir el infinito y aprender que el infinito es
precisamente lo que está más próximo a la naturaleza humana; pero no ha
de descubrir esa verdad a través del pensamiento, que para ella sólo
significaría alargar el camino, sino a través de la fantasía, donde se
encuentra el verdadero vínculo entre los dos, ella y yo; la fantasía,
que en el hombre es apenas una parte y en la mujer, en cambio, lo es
todo.
Cordelia no debe elevarse hasta el infinito a través de los trabajosos
caminos del pensamiento, pues la mujer no fue creada para el esfuerzo y
la fatiga, sino que deberá llegar hasta allí por la cómoda ruta del
corazón.
El infinito, para la mujer, constituye una idea tan natural como la de
que el amor ha de ser siempre feliz. Una muchacha, dondequiera que se
vuelva, tiene siempre ante sí el infinito y para llegar a él no necesita
más que dar un salto, un salto fácil, femenino, muy distinto de
masculino. ¡Qué pesados suelen ser siempre los hombres! Deben tomar
empuje, prepararse, medir la distancia, correr adelante y atrás varias
veces para ensayar y adiestrarse. Al fin, saltan y... caen. Una muchacha
salta de modo distinto.
En un lugar de la montaña, sobresalen dos rocas sobre un espantoso
abismo que las separa. Ningún hombre se atrevió jamás a dar ese salto;
en cambio, lo realizó, según cuentan en la región, una muchacha, motivo
por el cual lo llaman el Salto de la Virgen. Creo en esa leyenda sin
vacilar, como creo en todos los grandes actos llevados a cabo por
muchachas y mayor entusiasmo siento por ellas cuando oigo hablar al
pueblo sencillo. Creo en todo, absolutamente en todo, hasta en milagros,
tan sólo para tener pruebas de que la única y última cosa de mundo
digna de que la admire y de que me asombre es una muchacha.