Tomemos la postura que tomemos, algo
es seguro: existir es desmoronarse. Me rasco y pierdo un puñado de
células, tomo un poco de alcohol y me desprendo de algún porcentaje de
hígado. Me quedo dormida junto a la ventana y me pierdo la escena de
celos que está haciendo la vecina en el edificio de enfrente, despierto
y, de inmediato, olvido el sueño del que sí conservo sensación. Perderse
a sí mismo es algo para lo que estamos de alguna u otra manera
preparados, pero que no nos abandonen; que las personas que consideramos
nuestras no desaparezcan, porque entonces el procesos de pudrición se
vuelve intolerable.
En la ciudad, las calles están llenas de casas, anuncios, gente y sin
embargo tan vacías, pintadas de ese moho percudido que lo impregna todo.
Los olores de la ciudad se han convertido en un tufo único y
nauseabundo. Constantemente, el espacio deja de existir y la gente,
obstinada en negarlo, sigue hablando de edificios, estatuas, cines que
hace mucho derrumbaron; sigue mencionando calles que ya no son calles,
sino ejes viales y no tienen ya el mismo nombre, avenidas donde los
camellones son sólo el recuerdo colectivo de un tiempo más apacible y
menos vertiginoso. México ya no nos pertenece. Hemos desarrollado un ojo
selectivo que fragmenta y edita los teléfonos descompuestos, los
vidrios rotos, la señora que tirita en su reboso, sentada en la
banqueta, los desagües constipados, el asalto que sucede frente a
nuestras narices. La ciudad que elegimos ver es una fachada hueca que
cubre los escombros de todos nuestros temblores.