Suspiraba por ingresar en el círculo
de los artistas: su hambre, su modo de vestir, su proceso creativo y sus
oraciones. Solía jactarme de que un día iba a ser la amante de un
artista. A mi mente juvenil nada le parecía más romántico. Me imaginaba
como Frida para Diego, musa tanto como creadora. Soñaba con conocer a un
artista a quien amar y apoyar, con el cuál trabajaría codo a codo.
-
Hay agua en las hojas de lechuga –dijo-. El pan te quitará el hambre.
Pusimos las mejores hojas encima del pan y comimos con gusto.
- Un desayuno carcelario –dije.
- Sí, pero nosotros somos libres-.
Y aquello lo resumió todo.
Visitábamos
museos de arte. Como solo teníamos dinero para pagar una entrada, uno
de los dos veía el museo e informaba al otro. En una de aquellas
ocasiones, fuimos al museo Whitney del Upper East Side, que era
relativamente nuevo. Me tocaba a mí entrar sin él y lo hice a
regañadientes. Ya no me acuerdo de las obras, pero sí recuerdo que miré
por una de las singulares ventanas trapezoidales del museo y vi a Robert
en la acera de enfrente, apoyado en un parquímetro, fumando un
cigarrillo. Él me esperó y, cuando nos dirigíamos al metro, dijo: “Un
día entraremos juntos y la obra será nuestra”.
Aquella
reciprocidad se manifestaba en muchos de nuestros jueguitos. El más
inquebrantable se llamaba “un día tú y otro yo”. La premisa era
simplemente que uno de los dos, el protector, debía estar siempre
alerta. Si Robert tomaba drogas, yo tenía que estar presente y
consciente. Si yo me deprimía, él debía mantenerse animado. Si uno
enfermaba, el otro permanecía sano. Era importante que nunca nos
permitiéramos excesos el mismo día.
Robert siempre me decía: “Nada está terminado hasta que tú lo ves”.
Nos
dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un
matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert
le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
- Oh, sácales una foto –dijo la mujer a su desconcertado marido-. Creo que son artistas.
- Venga ya –respondió él, encongiéndose de hombros-. Sólo son unos niños.