Este mundo de las plantas, que a
primera vista nos parece tan tranquilo, tan resignado, donde todo parece
ser aceptación, silencio, obediencia y reverencia, es por el contrario
un mundo donde la rebelión contra el destino es la más vehemente y
obstinada. Si es difícil decidir, de todas las grandes leyes que nos
someten, cuál es la que más nos pesa sobre los hombros, para la planta
no cabe duda: es la ley que la condena a la inmovilidad desde el
nacimiento a la muerte. Así que sabe mejor que nosotros – que
malgastamos nuestras energías – aquello contra lo cual debe alzarse. Y
la energía de su obsesión… es un espectáculo incomparable.
Tensa
todo su ser en un sólo plan: escapar en la superficie de su fatalidad
subterránea; eludir y transgredir la oscura y pesada ley, liberarse,
romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, escapar lo más lejos
posible, conquistar el espacio en el cual la naturaleza la encierra,
acercarse a otro reino, entrar en un mundo móvil y animado. ¿No es acaso
el hecho de que tenga éxito en lograrlo tan sorprendente como si
nosotros consiguiéramos vivir afuera del tiempo que otro destino nos
asigna, o entrar en un universo libre de las inescapables leyes de la
materia?
Veremos
que la flor le pone al ser humano un ejemplo prodigioso de
insubordinación, coraje, perseverancia e ingenio. Si sólo hubiéramos
puesto en intentar remover las variadas inevitabilidades que nos agobian
– como por ejemplo las del dolor, la vejez y la muerte – la mitad de la
energía que cualquiera minúscula flor de nuestro jardín ha ocupado,
quién sabe si nuestro destino no sería radicalmente distinto de lo que
es.