Paul hizo todo lo que un muchacho
debía hacer: se compró un acordeón, una camisa con pechera almidonada,
una corbata llamativa, botas de goma, un bastón, y se convirtió en uno
más entre los jóvenes de su edad. Fue a fiestas, aprendió a bailar la
cuadrilla y la polka, el domingo volvía después de haber bebido mucho y
seguía soportando mal el vodka. Al día siguiente, tenía dolor de cabeza,
sufría ardor de estómago, estaba lívido y abatido.
Un día, su madre le preguntó:
-Entonces, ¿te divertiste mucho ayer?
El respondió con sombría irritación:
-¡Me aburrí condenadamente! Me iré a pescar, que será mejor; o me compraré un fusil.
Trabajaba
con celo, sin ausencias ni reprimendas. Era taciturno, y sus ojos
azules, grandes como los de su madre, expresaban descontento. No se
compró un fusil ni fue a pescar, pero se desvió cada vez más de la vida
corriente de los jóvenes, frecuentó cada vez menos las fiestas y, donde
quiera que fuese el domingo, volvía sin haber bebido. La madre, que lo
vigilaba con mirada atenta, veía demacrarse el rostro bronceado de su
hijo; su expresión se hacía más grave y sus labios adquirían un pliegue
de extraña severidad. Parecía lleno de una cólera sorda, o minado por
una enfermedad. Antes, sus camaradas venían a verlo, pero ahora, al no
encontrarlo nunca en casa, dejaron de aparecer. La madre veía, con
placer, que Paul no imitaba ya a los muchachos de la fábrica, pero
cuando observó esta obstinación en huir la sombría corriente de la vida
común, el sentimiento de un oscuro peligro invadió su corazón.
-¿No te sientes bien, Paul? -le preguntaba alguna vez.
-Sí, estoy bien -respondía.
-¡Estás tan delgado! -suspiraba ella.
Comenzó
a traer libros y a leerlos a escondidas; luego los guardaba en alguna
parte. A veces, copiaba algún pasaje, en un trozo de papel que también
escondía.
Se
hablaban poco y apenas se veían por la mañana, él tomaba su té sin
decir nada y se iba al trabajo; a mediodía, venía a almorzar; en la
mesa, cambiaban algunas palabras insignificantes y de nuevo desaparecía
hasta la noche. Al concluir la jornada, se lavaba cuidadosamente, tomaba
la sopa y luego leía largamente sus libros. El domingo, se marchaba por
la mañana para no volver hasta entrada la noche. Pelagia sabía que iba a
la ciudad, que frecuentaba el teatro, pero nadie de la ciudad venía a
verlo. Le parecía que, cuanto más pasaba el tiempo, menos comunicativo
era su hijo, y al mismo tiempo notaba que, en ocasiones, empleaba
algunas palabras nuevas que ella no comprendía, en tanto que las
expresiones groseras y brutales que antes utilizaba, habían desaparecido
de su lenguaje. En su comportamiento, había muchos detalles que atraían
la atención de Pelagia; dejó de hacer el gomoso, pero concedió más
cuidado a la limpieza de su cuerpo y de sus ropas; su manera de andar
adquirió mayor libertad y soltura, y su apariencia se hizo más sencilla y
dulce. Su madre se preocupaba. Y en su actitud con respecto a ella,
había también algo de nuevo: barría a veces su cuarto, se hacía él mismo
la cama los domingos y se esforzaba, en general, por quitarle trabajo.
Nadie obraba así en el barrio...