Cuando Anna, horas más tarde, se queda sola en el confortable dormitorio
del obispo, saca la carta de Henrik y la lee despacio por lo menos dos
veces. Luego se sienta inmediatamente y escribe su contestación en unas
hojas que arranca de su diario. La luna es blanca como el marfil y casi
llena, su fría luz es tan intensa que domina las paredes y el suelo de
la habitación. La lámpara de queroseno alumbra blandamente las manos de
Anna y las palabras que ella forma con su educada letra redonda:
"Amadísimo,
no puedo contestar debidamente tu carta. Hay muchas cosas que no
comprendo, es decir, comprendo las palabras, pero no la realidad que hay
detrás, como es natural. Yo he vivido una niñez muy mimada y la tuya ha
sido expuesta y, ahora, estos niños que fuimos se miran y se ponen a
prueba. Yo no sé por qué te quiero tanto como te quiero, supongo que es
imposible saberlo. Sí, tienes una boca muy bonita y ojos dulces y yo te
gusto porque no estoy mal, claro. Pero por qué me he pegado a tí así,
por qué me parece que te comprendo incluso cuando no te comprendo, por
qué me figuro que pienso tus pensamientos y siento lo que tú sientes,
eso es un misterio, y tal vez sea ése, a fin de cuentas, el misterio del
amor. Ya ves lo filosófica que me pongo escribiéndote aquí sentada en
la habitación del obispo, en camisón, chaqueta y calcetines. El suelo
está helado, pero la causa de que me ponga tan solemne debe ser la serie
de conceptos episcopales que se habrán ido pegando a estas paredes al
correr de los años. ¡Buenas noches, amado esposo mío! También a mí me
parece que vivimos en un sueño, pero me despierto una y otra vez y me
doy cuenta, con un estremecimiento de alegría, de que despierto a otro
sueño mucho mejor aún que el que acabo de soñar."
Anna firma sin leer
lo que ha escrito, apaga la lámpara de queroseno y se mete en el casto y
magnífico lecho. No ha bajado las persianas. La penetrante luz de la
luna da en los cuadrados cristales de la ventana