La ambición embriaga más que la gloria; el deseo florece, la posesión
marchita todas las cosas; es mejor soñar la vida que vivirla, aunque
vivirla sea también soñarla, pero menos misteriosamente y a la vez menos
claramente, en un sueño oscuro y pesado, semejante al sueño difuso en
la débil conciencia de los animales que rumian. Las obras de Shakespeare
son más bellas vistas en el cuarto de trabajo que representadas en el
teatro. Los poetas que han creado a las enamoradas imperecederas no han
conocido, en muchos casos, más que vulgares criadas de mesón, mientras
que los voluptuosos más envidiados no saben en absoluto concebir la vida
que llevan, o mejor dicho que los lleva. Conocí a un niño de diez años,
de salud enclenque y de imaginación precoz, que había puesto en una
niña mayor que él un amor puramente cerebral. Se pasaba horas en la
ventana para verla pasar, lloraba si no la veía, lloraba más aún cuando
la había visto. Pasaba con ella muy raros y breves momentos. Dejó de
dormir, de comer. Un día se tiró por la ventana. Al principio creyeron
que le había decidido a morir la desesperación de no estar nunca junto a
su amiga. Pero se supo que, por el contrario, acababa de hablar mucho
tiempo con ella y que había estado muy amable con él. Entonces se supuso
que el muchacho había renunciado a los días insípidos que le quedaban
por vivir después de aquel embeleso que quizá nunca más se repetiría. De
las frecuentes confidencias que hiciera en otro tiempo a un amigo se
dedujo que sentía una decepción cada vez que veía a la soberana de sus
sueños; pero en cuanto ella se alejaba, la fecunda imaginación del
muchacho devolvía todo su poder a la niña ausente, y tornaba a desear
verla. Cada vez intentaba atribuir a la imperfección de las
circunstancias la razón accidental de su decepción. Después de aquella
entrevista suprema en la que, con su fantasía ya hábil, había llevado a
su amiga hasta la alta perfección de la que su naturaleza era capaz,
comparando atribulado esta perfección imperfecta con la perfección
absoluta de la que él vivía, de que él moría, se tiró por la ventana. De
la caída se quedó idiota y vivió mucho tiempo, conservando de aquélla
el olvido de su alma, de su pensamiento, de la palabra de su amiga, con
la que se encontraba sin verla. La muchacha, pasando sobre súplicas y
amenazas, se casó con él y murió varios años después sin haber logrado
que la reconociera. La vida es como esta muchacha, la soñamos y la
amamos por soñarla. No hay que intentar vivirla: se arroja uno, como el
muchacho, en la necedad, no de una vez, pues en la vida todo se va
degradando por matices insensibles. Pasados diez años, no reconocemos
nuestros sueños, renegamos de ellos, vivimos como un buey, para la
hierba que podemos pacer al momento. ¡Y quién sabe si de nuestras
nupcias con la muerte podrá nacer nuestra consciente inmortalidad!