Continuaba
ofreciendo el espectáculo suntuoso y desolado de una existencia hecha
para lo infinito y restringido poco a poco casi a la nada, conservando
sólo las sombras melancólicas del noble destino que pudo haber cumplido y
del que cada día se alejaba más. Un gran impulso de plena caridad que
hubiera lavado su corazón como una marejada y nivelado todas las
desigualdades humanas que obstruyen un corazón humano, estaba detenido
por los mil diques del egoísmo, de la coquetería y de la ambición. La
bondad no le gustaba más que como elegancia. Realizaría aún caridades de
dinero, caridades de su trabajo y hasta de su tiempo, pero toda una
parte de sí misma estaba reservada; no le pertenecía ya. Leía o soñaba
aún por la mañana en su cama, pero con un espíritu falseado, que se
detenía ahora en lo exterior de las cosas y se contemplaba a sí misma,
no para profundizarse, sino para admirarse voluptuosa y coquetamente
como frente a un espejo.