No puedes hacerme daño.
Mi necesidad de ti es lo que me duele.
Dejemos las cosas donde deben estar: el infinito, en su imposible; lo
cotidiano, en su repetición. No queramos que lo maravilloso se repita,
se haga estable, definitivo: lo mataríamos. Lo infinito no es temporal;
el tiempo invade lo grandioso y lo banaliza. Y ¿qué hacer con esta
necesidad de que perdure lo que más nos importa? ¿Qué hacer para no
desear que invada nuestra vida y la arrase hasta quedar tan sólo eso,
por siempre, únicamente eso? Contemplar una colada tendida en un balcón y
decirse que eso es lo que queda de un infinito cuando desciende a los
márgenes de lo posible, cuando la maravilla se convierte en vida
ordinaria. ¿Quieres eso, di, es eso lo que quieres? ¿Quieres hacer de tu
vida una vulgar colada?
Pasa, pues, la página; ocúpate de lo que no
te importa, esas palabras inútiles que transmites a otros, con las que
vas tejiendo mundos a la medida de nadie, pero que se venden a buen
precio. Hablemos de filosofía. Subamos del corazón a la función
lingüística, que agonice el deseo como un feto en el vientre. Cuando se
pudra y huela, enquistado en las vísceras, preguntadme qué es esa baba
negruzca que saldrá de mi boca cuando os hable. Yo os diré no importa,
es la sangre de un muerto, y a veces habrá trozos de corazón oscuro,
vomitaré latidos de carne, y cuando ya no quede nada que escupir, dentro
de aquel vacío, en su centro habrá un recuerdo imposible, un
no-recuerdo, la huella de algo maravilloso que se extirpó por necesidad,
para no confundir los ámbitos, los tiempos, los contrarios, una huella,
un arañazo, puede que una cicatriz, de esas que vuelven a doler cada
vez que el tiempo empeora.
––Chantal Maillard