Escribir
es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota
desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en
que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible
un descubrimiento de relaciones entre ellas.
Pero
es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que
necesitar de justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando
lo que en ella y únicamente en ella, encuentra.
Habiendo
un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de
nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos
responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra
persona; es una reaccion siempre urgente, apremiante. Hablamos porque
algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las
circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por
la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia
asediante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni, por tanto,
nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una
disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos
por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin
dejarnos responder. Es una continua victoria que, al fm, se transmuta en
derrota.
Y
de esa derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular,
sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para
reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
Y
la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en
las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora, en el
escribir, distinta función; no estarán al servicio del momento opresor;
ya no servirán para justiftcarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino
que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a
defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las
circunstancias, ante la vida íntegra.