La vigilia ha hecho de ti la masa de
un hombre que camina al vacío. Tus palabras, padre, son desde la niñez
un plácido rincón hecho de espejos. Con cada una de ellas tolero la
oscuridad en que sucumbo, con todas al tiempo, oculto el cuerpo ajado
que todavía me soporta.
La vida no ha merecido de mí
ningún diezmo. Para qué la llama que impertinente alumbra la cueva.
Todo es oscuridad y en ella la conciencia de la muerte roe la piel de
todo hombre. Prepararlo para qué entonces, si desde la altura de su
mirada vislumbra ya el abismo en el que caerá.
Sé que lo bello queda oculto
a los ojos de aquellos que no buscan la verdad. Lo grité mil veces ante
la pantalla, ante el lienzo en blanco, ante la hoja que sé te cegaba en
su soledad. Lo grité ante aquellos que preferían la guerra, la mordaza,
el poder del silencio y el silenciar, pero la verdad se impone como
fallecimiento y temor, cuchillo en el pecho que arranca de un tajo lo
que creíamos nos hacía humanos.
Vuelve pues sobre mí la
esperanza, zanja en mi garganta y en mis ojos la palabra, rastrilla con
tu poesía, si es posible, un lugar para arar de nuevo el grito en que
reconozca el tenue equilibrio por el que se avientan desde antiguo, mis
obstinadas noches.