Cuando escribí las páginas precedentes
-y pienso en particular en las últimas, donde se habla de la
imposibilidad de resumir la vida y la obra de Sassall - no sabía que
quince años después se suicidaría. En una cultura como la nuestra, en la
que priman la inmediatez y el hedonismo, se suele considerar que el
suicidio es un comentario negativo. ¿Qué falló?, pregunta, ingenua. Pero
el suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la
que pone fin: puede que pertenezca al destino de esa vida. Esta es la
visión de la tragedia griega.
John,
el hombre al que tanto quise, se suicidó. Y, en efecto, su muerte ha
cambiado la historia de su vida. La ha hecho más misteriosa. Pero no más
oscura. No es menos luminosa ahora; simplemente, su misterio es más
violento. Y este misterio hace que me sienta más humilde frente a él. Y
frente a él, no intento encontrar lo que podría haber anticipado y no
supe ver, como si de todo lo que intercambiamos se hubiera quedado fuera
lo esencial. Más bien, ahora parto de su violenta muerte y, desde ella,
miro atrás y contemplo con mayor ternura lo que se propuso hacer y lo
que ofreció a los demás, mientras pudo aguantarlo.