La mañana clarea tímidamente. Las paredes blancas forman un marco para
la mancha oscura que ocupa la parte izquierda del lienzo. Si digo
mancha, la habitación se cierra sobre mí y me aprisiona. Si digo mar, en
cambio, se abre un horizonte, se hace el cielo, el día es extensión
infinita y la calma invade esa parte de mí tan endeble que reposa al
abrigo de las mantas. Como si consentir al abandono dependiese de una
amplitud en la mirada. Como si, de ese modo, con un paisaje en la
ventana, fuese más fácil asumir que una se entorna, que se va
entornando. Será porque se cumple en metáforas la compresión humana;
será por esa costumbre de la razón, afecta a las analogías, por lo que
el mundo externo ordena, en la forma, el de dentro. Y así, si el mar es
mar y no una mancha vertical en el marco de la ventana, puedo cerrar los
ojos y entornar el alma: hay espacio ahí fuera, y eso basta.