Un gran silencio agradable me rodea hace tiempo. Lejos de mí, la vida
sigue, con sus males, pugnas y ambiciones, y si de vez en cuando levanto
un poco la vista, me asombra la curiosidad infantil de la gente de hoy
por lo que le sucederá mañana o pasado. Es extraño pensar que las cosas
de hoy resulten igualmente nuevas e interesantes para los jóvenes como
lo fueron para mí las de hace treinta años. Visto con mis ojos de ahora,
me parece evidente que los diversos cambios y tareas humanas tienen una
buena dosis de intención juguetona. Al igual que cuando el niño dice:
ahora juego a los vendedores o a papás o a tormentas marinas, el adulto
interpreta los papeles de hombre ambicioso, perezoso, apasionado o que
odia. Hay que matar el tiempo de alguna manera; tenemos que hacernos
creer, durante cierto tiempo, que algunas cosas son importantes. De lo
contrario, pasaríamos el tiempo con las manos juntas al borde del
camino; quizás lo natural sea eso, y todo lo demás, tan solo, hacer un
papel y engañarse.
El hombre, bien o mal, termina de interpretar todos los papeles que ha
ido asumiendo, uno tras otro. Sin embargo, al contrario de como ocurre
en las historias ficticias de los escenarios, el papel de los demás no
se ajusta al del protagonista: en la realidad, todos son protagonistas
en sus propias vidas, y nadie asume un papel secundario, sino que actúa
para sí mismo y por sí mismo. Y de ahí la cantidad de enredos que
a todos nos interesan sobremanera mientras somos partícipes de ellos:
quién ama a quién, con quién se casa, cómo educa a sus hijos, por qué
puesto lucha en el mundo y cómo fracasa. Y cuando uno termina de hacer
todo lo que le ha sido posible hacer, tanto por su propia fuerza como
por las circunstancias, puede pararse, tal vez le queden unos pocos años
para descansar.
Les doy la noticia a los jóvenes a los que les horroriza la vejez. Les
digo que ésta no es tan terrible y definitivamente mala como parece de
lejos. El hombre no siente con más intensidad un estado que otro y no le
faltan cosas que ha dejado de anhelar. Si goza de una salud aceptable,
no siente la vejez en su propio cuerpo: puede mover sus manos o sus
piernas y un buen cafecito, una habitación limpia y un sueño
reconfortante le pueden sentar muy bien. Estos placeres no cuestan muy
caros, uno no arriesga nada, ni hay que sufrir tanto por ellos. Soy una
vieja, en primavera cumplí cincuenta años. Soy vieja y solitaria. No
obstante, evocando el pasado, me doy cuenta de que he vivido cosas mucho
peores que mi actual vida silenciosa y pocas realmente buenas; y esas
no parecen sino meros sueños. No me siento mucho peor que antes, lo que
me lleva a abrigar la esperanza de que la muerte tampoco sea tan
terrible, ni mucho menos, como me parece a mí en este momento.
La vejez se nota más bien en las cosas externas, que no son propias de
una: poco a poco se va perdiendo todo, pero eso ya no le inquieta,
porque uno no se deja marginar si no quiere. La comedia, allá fuera,
comienza de nuevo, es la misma pieza, con otro reparto de papeles y otro
decorado, tocan el timbre, la gente entra, y nosotros ya no tenemos
interés en ella. A veces nos gustaría decirles: “¡Acabadlo ya!” Pero
¿qué cambia que algo ocurra de una u otra forma? ¡Todo da lo mismo!". No
tenemos razón, pero esta ya es su comedia. Nosotros, con nuestras
parejas habíamos actuado más o menos de la misma manera.
A esta edad, uno ya no tiene objetivos e intenciones claras; pero esto
no es un problema tan grave como creen los jóvenes. Ellos solo pueden
imaginar la vejez según su propio estado anímico. Sin embargo, nos
transformamos también en la vida, no solo en la muerte -yo no soy
responsable de los actos de alguien que hace veinte años llevaba mi
nombre. A veces soy capaz de pensar en esa persona como en un extraño.
Uno, por ejemplo, no deja de bregar con los niños, y piensa que esto
será así hasta la muerte: y efectivamente, la mayoría de los ancianos se
vincula a la vida, más o menos, a través de sus hijos; pero entonces
esto sigue siendo ganas de actuar, de hacer un papel. En realidad, los
hijos se alejan mucho de sus padres: el interés de uno por su vida no es
sino intención y autoengaño. En esta edad ninguna vida, ningún cambio
nos resulta realmente nuevo e importante. Quizás otros sientan algo
diferente, pero yo, por mi parte, me he quedado muy sola.
Hablo de todo eso, tanto de la soledad como de la falta de ambiciones,
sin rastro de queja, de eso no hay duda. ¡Yo, que tanto amaba las
multitudes y que siempre ambicionaba algo! Ahora me encuentro sentada en
este pequeño y caluroso jardín, mirando por detrás de la persiana la
calle cubierta de las frondas de las acacias, apenas salgo, y pasan
semanas hasta que alguien viene a verme. A veces me pasa por la cabeza
que es aún temprano para que el mundo me olvide así. Parece que estoy
muy cansada.