Digamos que, para mí, el cine es un
instrumento de pensamiento original que está a medio camino entre la
filosofía, la ciencia y la literatura, y que implica que uno se sirve de
los ojos y no de un discurso ya hecho.
Se
han privilegiado los derechos del cine y no sus deberes. No se ha
podido, o no se ha sabido, o no se ha querido dar al cine la función que
se asignó a la pintura o a la literatura. El cine no ha sabido cumplir
con sus obligaciones. Es un útil respecto al cual nos hemos equivocado.
Al principio se creyó que el cine se impondría como un nuevo instrumento
de conocimiento, un microscopio o un telescopio, pero muy pronto se le
impidió desempeñar su función y se hizo de él un sonajero. El cine no ha
desempeñado su función como instrumento de pensamiento. Porque se
trataba cuando menos de una manera singular de ver el mundo, de una
visión particular que después se podía proyectar en grande ante varias
personas y en varios lugares al mismo tiempo. Pero, visto que el cine
cosechó enseguida un gran éxito popular, se privilegió su lado
espectacular. De hecho, este lado espectacular no constituye más que el
diez o el quince por ciento de la función del cine: sólo debería haber
representado el interés del capital. Ahora bien, rápidamente, pasaron a
servirse del cine sólo en función de sus intereses y no le dejaron
desempeñar su función más importante. Se equivocaron.