¡La libertad o el amor!, Robert Desnos (Cabaret Voltaire)

La  mujer desnuda camina toda ella rozada por telas invisibles; París cierra puertas y ventanas, apaga las farolas. Un asesino en un barrio lejano se toma mucho trabajo en matar a un impasible paseante. Unas osamentas obstruyen la calzada. La mujer desnuda llama a cada puerta, abriendo los párpados cerrados.

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Una habitación de hotel les dio asilo. Se trataba de un lugar poético donde la jarra de agua adquiere la importancia de un arrecife al borde de una costa escabrosa, donde la bombilla eléctrica es más siniestra que tres abetos en medio de campos verde esmeralda un domingo por la tarde, donde el espejo da vida a personajes amenazantes y autónomos.

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Porque hay fantasmas de pájaros. Estos, en cuanto despunta el día, suben más alto que las alondras y la sombra apenas perceptible de sus alas tamiza suavemente la luz del sol.

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Hubo un golpe amortiguado. Corsaire Sanglot estaba hundido hasta el cuello en un inmenso campo de esponjas. Podían ser trescientas o cuatrocientas mil. Caballitos de mar perturbados durante el sueño surgieron de todos lados al mismo tiempo que una gigantesca vela encendida de la especie denominada marina. Con el resplandor, las tiernas ondulaciones de las esponjas se iluminaron hasta el infinito. Sus protuberancias adquirieron un relieve extraordinario y Corsaire Sanglot se abrió camino entre ellas con dificultad. Por fin llegó hasta la vela. Ésta surgía de una especie de claro llamado, según un letrero de coral allí plantado: «Escampada de la esponja mística»; una manda de caballitos de mar jugaba por allí, sobre un suelo hecho de pequeños guijarros negros. Doce esqueletos de sirenas descansaban, recostados los unos junto a los otros. Ante este cementerio, Corsaire Sanglot experimentó un gran alivio. Contemplaría durante un instante aquel lugar sagrado y luego se acostaría para siempre en la pradera de las esponjas. Distinguía uniformes de marinos de diversas nacionalidades, esqueletos con esmoquin y vestidos de noche

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En amor aún creo en lo maravilloso, creo en la realidad de los sueños, creo en las heroínas de la noche, en las bellezas nocturnas que entran en nuestros corazones y en nuestras camas.

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Hay un momento en la vida en que la razón de nuestros actos se muestra con toda su fragilidad. Respiro, miro, no llego a asignar a mis reflexiones un campo cerrado. Se obstinan en trazas surcos entrecruzados.

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Como el océano, el desierto o lo glaciares, tampoco las tapias del cementerio ponen límites a mi existencia puramente imaginaria.

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La luz es cegadora pero sólo se ve un montoncito de brasas en el lugar donde antes había dos árboles, treintas y tres cuervos en los  campos cultivados, y dos alas gris pálido en la espalda del cazador. Dos alas que se oscurecen por la noche y se aclaran cada vez menos al amanecer. Al final el cazador se convierte en el arcángel de ébano y aterroriza con su fusil a los malvados. Hasta que en un caluroso mediodía las alas se ponen a batir sin querer. Lo suben muy lejos, hasta lo más alto. Desde entonces nadie en su país natal graba las iniciales en los troncos de los viejos robles.